Es difícil dar cuenta en unas pocas páginas de un libro tan ambicioso como el de Viaggio; por lo tanto, voy a limitarme a reflejar lo esencial y a glosar su desarrollo a lo largo de casi quinientas páginas. Hay que tener en cuenta que el propósito del autor se acerca bastante al de presentar una teoría total de la traducción: una teoría que, partiendo de aquello que es constitutivo del hecho traductor (es decir, aquello que hacen todos los traductores, cualesquiera que sean sus circunstancias), explique sus diferentes manifestaciones y modalidades. Por lo tanto, en principio merece más atención la definición de traducción de que se parte que su posterior despliegue.
En efecto, Viaggio comienza preguntándose qué es traducir, pero la respuesta a dicha pregunta aparece diferida y se va desgranando paulatinamente. Creo que, reducida a su núcleo central, podría expresarse así: traducir es lograr una identidad pertinente entre el sentido originalmente intendido por el emisor y el sentido finalmente comprendido por el receptor. Esta definición tiene una doble filiación. Por un lado, y de modo bien declarado y explícito, es un desarrollo de la teoría de García Landa, que a su vez bebe en las fuentes de la escuela del sentido de París. Por otro, incorpora la noción de pertinencia tal y como se ha presentado en el seno de la pragmática (Sperber y Wilson) y desarrollado en el de la traductología (Gutt). Sin embargo, no son éstas las únicas influencias de las que Viaggio se reconoce deudor: también se hace mención expresa de la obra de Nida, de la skopostheorie (Reiss, Vermeer, Nord, Holz-Mänttäri), de Lvóvskaya y de Osimo.
El puntal más sólido lo constituye sin duda la teoría de García Landa. Este autor parte de la «independencia ontológica del sentido» (p. 24) propugnada por la escuela del sentido, pero da un paso más al afirmar que el sentido no existe ni en las lenguas ni en los textos, sino que sólo pasa a existir en la cabeza de los emisores y receptores. El punto de partida del acto de comunicación es lo que García Landa denomina un percepto hablístico intendido, que se verbaliza mediante una cadena de signos; esta cadena de signos es interpretada por el receptor en virtud de su conjunto de conocimientos y experiencias, y da lugar al percepto hablístico comprendido. La comunicación funciona si entre el sentido intendido y el comprendido se produce una relación de identidad, que afecta tanto al contenido proposicional como al afectivo. La cadena de signos que verbaliza el sentido intendido muestra una estructura fonomorfosintáctica, un potencial semántico y una estructura ritmicoprosódica; al mismo tiempo, dicha cadena se produce en una determinada situación social o campo sociohistórico, regidos por un sistema de creencias, normas y prácticas sociales explícitas o implícitas o cierta experiencia personal y de vida, dentro de un "mundillo", en un tiempo histórico y en un lapso concreto (p. 29). Todas estas variables configuran el modelo del acto de habla de García Landa; la traducción no sería más que un caso concreto de dicho modelo en el que se trataría de reproducir en lengua meta el sentido intendido por un emisor en lengua origen, de manera que el sentido comprendido fuera idéntico al intendido.
Por otra parte, Viaggio se refiere a Gutt y la teoría de la pertinencia "como sucedáneo de la teoría de la traducción" (p. 22). En efecto, la traducción es vista como un caso más de la comunicación en el que lo único especial radica en el hecho de que el enunciado en lengua meta no se refiere a "un estado de cosas en el mundo", sino, interpretativamente, a otro enunciado en otra lengua. La pertinencia de cualquier traducción permite que el sentido intendido por el emisor sea semejante al comprendido por el receptor. Sin embargo, esta semejanza que se postula sólo afecta a lo cognitivo (el contenido proposicional), no a lo afectivo, por lo que sería incapaz de dar cuenta de la traducción literaria. Ésta es una de las carencias que Viaggio se propone subsanar con su teoría.
El libro se estructura en dos grandes partes: una de ahondamiento en la teoría y el modelo, y otra de aplicación a las distintas modalidades de traducción. En el capítulo I ("Habla, comunicación, traducción y mediación"), el autor introduce el concepto de metarrepresentación, que vendría a ser algo así como la comprensión global y a diferentes niveles de lo dicho por el emisor, y que insiste en presentar el sentido como algo desverbalizado (en la línea de la escuela del sentido). Más adelante se establece la muy necesaria distinción entre traducción y mediación interlingüe (afín a la de Holz-Mänttäri entre traducción y acción traductiva): si la traducción tiene como objeto "producir identidad noética y/o correspondencia pragmática" (p. 48), para la mediación interlingüe este objeto no es un fin, sino un medio para lograr una comunicación pertinente. Dado que las motivaciones e intereses de los dos interlocutores pueden variar en gran medida, en algunas ocasiones dicha comunicación pertinente será imposible de lograr, con lo que un mediador competente se verá en la obligación de anunciar que la mediación no puede llevarse a cabo. Como afirma Viaggio (pp. 49-50), lo que distingue a un traductor de un mediador hecho y derecho es la capacidad de éste último de «comprender más allá de los sentidos oficialmente intendidos (independientemente de lo que en última instancia haga con esa comprensión)».
El autor es perfectamente consciente de que uno de los aspectos de su definición de traducción que pueden hacerla vulnerable a las críticas es el de la relación que se postula entre sentido intendido y sentido comprendido, a saber, una relación de identidad pertinente, por lo que anticipa y rebate dichas críticas de antemano. La relación de identidad la defienden tanto Viaggio como García Landa a efectos prácticos: aunque cada interlocutor aporte inevitablemente a los actos de comunicación su propia historia personal, sus creencias y valores, sus intereses y motivaciones, en la práctica los interlocutores suelen entenderse y, como afirma Viaggio, la supervivencia de la especie se basa entre otras cosas en su capacidad de comunicarse. Ahora bien, el adjetivo «pertinente» lo añade el autor de cosecha propia y es un modo de calificar la identidad propugnada: no se trata de una identidad absoluta, sin matices, sino de una identidad pertinente en términos comunicativos. Dicho de otro modo: más allá de las diferencias, entre el sentido intendido y el comprendido tiene que existir el grado necesario de similitud o identidad para que la comunicación prospere. Como añade el autor, «Esta identidad suele ser imposible de demostrar: solo puede postularse; pero la práctica social nos dice que existe, puesto que podemos comprendernos unos a otros respecto de nuestro entorno material y de nuestro mundo social» (p. 57).
En el resto del primer capítulo, el autor, entre otras cosas, lleva a cabo un desarrollo de los modelos landianos, pasando por el tamiz de su noción de identidad pertinente los diferentes factores y variables del modelo; insiste en que traducir significa reproducir el sentido intendido, no la representación semántica; habla de los distintos componentes del enunciado y llega a distinguir entre distintos tipos de sentido intendido (directo, indirecto, literal, profundo); cierra el círculo abierto al principio del libro al preguntarse de nuevo qué es traducir y responder del modo que he intentado reproducir unos párrafos más arriba; y acaba hablando del concepto de lealtad (al locutor, al interlocutor, al cliente y a la profesión) y de las distintas vías que abre a la investigación el modelo de traducción propuesto. Como se ve, la extensión y profundidad de los temas abordados hace imposible siquiera una breve glosa en una reseña.
El capítulo II se ocupa de "La especificidad de la mediación interlingüe". De nuevo se nos recuerda que traducción y mediación interlingüe no son una misma cosa, sino que la traducción es más bien una modalidad de la mediación interlingüe, una entre varias. El punto de partida es que la identidad entre sentido intendido y sentido comprendido no garantiza la pertinencia comunicativa. El buen comunicador (y se parte de la base de que el traductor no es más que un tipo concreto de comunicador) no trata ni única ni principalmente de posibilitar dicha identidad, sino que trabaja para adecuarla al paquete hermenéutico del interlocutor, es decir, a los instrumentos de los que está dotado para comprender lo que se le dice. Esto conllevará a veces aumentar la carga informativa y afectiva del original, otras veces aligerarla, ya sea para llenar posibles lagunas o para eliminar aspectos redundantes o superfluos, respectivamente. Es en este tipo de adecuación en lo que consiste la pertinencia comunicativa; y en nombre de la pertinencia comunicativa el traductor se verá frecuentemente en la tesitura de tener no sólo que modificar, sino que mejorar el texto original para facilitar la comunicación, es decir, para hacerla más pertinente. Lo cual lleva al autor a distinguir diversos tipos de mediación. En primer lugar, la mediación puede ser (más o menos) activa o (más o menos) pasiva; a su vez, si es activa, puede llevarse a cabo de manera abierta o encubierta, dependiendo de si llama la atención sobre sí misma o no. En cualquier caso, el mediador debería gozar siempre de la confianza de las partes, aunque ello a veces no ocurra. Como se decía más arriba, el mediador debe lealtad a dichas partes (locutor, interlocutor, cliente) en grado variable; pero también se la debe a la profesión, y esto para el autor implica lo siguiente:
La lealtad del mediador a la profesión –y, a través de ella, a la sociedad en general– plantea su propio y, sostengo, supremo imperativo de defender, afianzar, promover y desarrollar normas profesionales científicamente cada vez más avanzadas. Como parte de su lealtad a la sociedad en general, el mediador debe estar a la vanguardia del buen uso de su(s) lengua(s), aunque nunca a expensas de la inteligibilidad. (p. 161)
El capítulo III («La calidad: la cuestión decisiva que los estudios descriptivos no pueden ni abordar») se ocupa del concepto de calidad desde la encrucijada de lo profesional y lo científico. Viaggio empieza estableciendo que la teoría de la traducción debe hacer tres cosas: definir la regla constitutiva de la traducción, explicar por qué las traducciones son diferentes y ayudar a juzgar diferentes métodos, productos y normas como más o menos idóneos o eficientes en función de la tarea concreta (p. 167). A continuación descarta de un plumazo la aportación de los estudios descriptivos afirmando que éstos «no pueden decirnos absolutamente nada acerca de la calidad de ningún abordaje o caso concreto de mediación» (p. 169). Tras aludir a los diversos componentes de la calidad (que, por cierto, guardan una notable semejanza con los componentes de la competencia traductora propuestos por autores varios), el autor formula su propia definición de calidad: «la producción de un enunciado todo lo pertinente posible en función de los datos concretos de la situación social, incluidos muy especialmente el propósito del evento mediado, los intereses y la psicología de los interlocutores y su compatibilidad» (p. 171). Como se ve, esta definición de calidad (de acuerdo con la afirmación del autor de que la calidad siempre es función de una teoría) es el corolario natural de la noción de traducción como identidad pertinente entre dos sentidos, el intendido y el comprendido, ya que pone todo el énfasis en la pertinencia comunicativa. Viaggio formula una serie de preguntas para juzgar la calidad de una traducción y acaba afirmando que la calidad se juzga entre pares, es decir, entre profesionales expertos. Del mismo modo que no son los pacientes quienes juzgan la calidad de un médico, tampoco son los clientes quienes están cualificados para emitir un veredicto sobre la calidad de una traducción.
La segunda parte del libro, como decíamos más arriba, se dedica a las aplicaciones de la teoría presentada en la primera parte a distintos tipos y modalidades de traducción. El capítulo IV trata de la mediación oral. Viaggio nos habla de la «primacía ontológica de la oralidad», es decir, del hecho de que el habla oral es siempre anterior a la escritura, para a continuación añadir que también para los textos orales cabe distinguir entre traducción documental (aquella que pretende hacer la mayor justicia posible al original en tanto que texto canónico o, por alguna razón, intocable) e instrumental (la que introduce el texto meta en una determinada situación comunicativa en la cual debe desempeñar algún papel). A la hora de establecer una tipología de la mediación oral, el autor escoge dos criterios que son esencialmente distintos, aunque a menudo se entrecruzan en las clasificaciones. Por un lado, identifica tres modalidades de interpretación: la dialógica (que sirve para mediar en una conversación o entrevista, ya sea en un ámbito informal o en tribunales u hospitales, por ejemplo); la consecutiva, en la que el intérprete habla bastante después que el orador y la toma de notas se convierte, consecuentemente, en el instrumento necesario para paliar las limitaciones neurofisiológicas de la memoria (aunque, añade Viaggio, hay que saberla usar de un modo eficaz); y la simultánea, en la que es necesario crear una serie de reflejos en el intérprete dado que el procesamiento de la cadena de signos, el afán de comprender, coincide prácticamente en el tiempo con la necesidad de reverbalizar. Por otro lado, el autor establece una segunda clasificación basada en el criterio de reflejar algunas situaciones sociales arquetípicas, en la que identifica la interpretación judicial, la médica, la de conferencia y la simultánea mediática. En cada una de ellas inciden de modo diverso factores como el grado de proximidad física entre los interlocutores y el intérprete, las diferencias de poder y de capacidad comunicativa, los desajustes entre el sentido directo y el indirecto, etc.
El capítulo V está dedicado a «La mediación escrita», pero, dado que se reserva el VI (y último) a la traducción literaria, el autor se centra aquí en los textos llamados diversamente pragmáticos o referenciales, es decir, aquellos en que la elaboración formal no figura entre las prioridades del emisor. Siguiendo a Bajtín, Viaggio distingue entre estilo y género: mientras que el primero es el resultado de las selecciones que realiza el individuo, el segundo obedece a ocasiones sociales y está más convencionalizado. Hay géneros que se prestan más que otros a la expresión de lo individual. También en el caso de la mediación escrita se sirve el autor de la distinción entre traducción documental e instrumental, ya que la orientación hacia uno u otro de estos dos polos de la dicotomía funcional determina el acto traductor a gran escala. De hecho, este capítulo se muestra más deudor que otros de la escuela funcionalista o skopostheorie, ya que, a la hora de analizar y evaluar traducciones, el autor apela a nociones como funcionalidad, escopo y lealtad (p. 253), aunque sin olvidarse de la pertinencia, que es una de las piedras angulares de su modelo. Es la pertinencia lo que permite a los traductores (y, según Viaggio, en muchas ocasiones debería obligarles a hacerlo) mejorar textos originales que están defectuosamente escritos: en tanto que expertos en comunicación interlingüe, su cometido consiste en lograr el mayor grado de pertinencia posible. Lo cual nos conduce de nuevo a la cuestión, ya aludida anteriormente, del mayor o menor grado de intervención por parte del traductor, que convierte su traducción en (relativamente) activa o pasiva. Finalmente, el autor se refiere sucintamente a la traducción fílmica, la traducción de textos para ser cantados y la traducción automática, y termina el capítulo con una breve referencia a la unidad de traducción, noción que se le antoja problemática en tanto que hay elementos en los textos (como por ejemplo los geolectos o los sociolectos) que son transversales, es decir, no delimitables linealmente, por lo que nunca podrían contar como unidad de traducción.
El capítulo VI (y último) trata, como ya se anticipaba en el párrafo anterior, de «La madre del borrego: la traducción literaria». De hecho, este capítulo es el más largo del libro: una prominencia que, en principio, resulta chocante en una obra de carácter marcadamente teórico. Muy probablemente su justificación radica en que Viaggio nos plantea una teoría total de la traducción, es decir, una teoría que sea capaz de dar cuenta de todas las modalidades y tipos de traducción, incluyendo la literaria, dejada de lado por enfoques como el de la escuela del sentido o el de la teoría de la pertinencia. La tónica que se repite a lo largo del capítulo no es más que una extensión de la definición de traducción de la que se parte: si los textos literarios pretenden crear un efecto en el lector, es decir, si el componente afectivo es en ellos al menos tan relevante como el cognitivo, entonces la traducción literaria deberá aspirar a lograr una identidad pertinente entre sentido intendido y sentido comprendido (como toda traducción), pero tanto en el plano cognitivo como en el efectivo. De otro modo la traducción de un texto literario no sería literatura: se habría producido un cambio de función en el tránsito del original al texto traducido. Lo que hace que una traducción sea «literaria» es la voluntad de hacer literatura (p. 311), no de informar al lector del contenido proposicional de la obra original.
Según Viaggio, «el papel de la forma literaria, es decir de la forma en literatura, estriba (...) en que, al estimular los efectos cualitativos de la comprensión, promueve, orienta y condiciona semiosis más y más profundas» (p. 306). La forma llama la atención sobre sí misma (por decirlo en términos de Jakobson) y nos anima por una parte a buscar sentidos más allá del sentido directo (sentidos indirectos, sentidos profundos) y por otra a repetir la experiencia, por el goce estético e intelectual que nos proporciona. La forma es tan importante en literatura porque, si se modifica la forma, se modifican los efectos cualitativos de la comprensión. Pero la gran paradoja es que la forma no se puede reproducir porque está indisolublemente ligada a la materia prima del original, la lengua, por lo que aquello que el traductor debe esforzarse por recrear no es la forma en sí, sino sus efectos cualitativos.
En relación con la calidad de la traducción literaria, Viaggio dice algo que probablemente es, a la par que cierto, muy perspicaz de su parte y muy ilustrativo de cómo funciona la transmisión de textos literarios: «la mayoría de las traducciones que mejor han soportado el paso del tiempo (...) deben su condición privilegiada más a su calidad estética inherente que a los detalles más sutiles de identidad» entre sentido intendido y sentido comprendido. La afinidad entre escritura literaria y traducción literaria la refleja el autor diciendo (insistimos) que la pertinencia se define en ambas «fundamentalmente en función de efectos cualitativos y específicamente estéticos» (p. 315). Así pues, no debe sorprendernos que, unas páginas más adelante, el autor afirme que la traducción literaria se juzga según dos ejes: el vertical (o juicio estrictamente traductológico), en el que se establece el grado de equivalencia o identidad pertinente entre texto original y traducido; y el horizontal, en el que se valora la relación entre sentido comprendido por el traductor y modo de expresarlo (es decir, atributos formales de la cadena de signos que lo vehiculan). De modo congruente, distingue también tres niveles de errores: el proposicional, el de la comparabilidad de la cadena de signos y el de la idoneidad de esa cadena de signos según el lugar que al texto en cuestión le toca ocupar en la literatura meta.
Viaggio aplica gran parte de los distintos aspectos de la traducción literaria que aquí se han ido desgranando (y otros que es imposible recoger) al analizar diversas traducciones en varias lenguas de estrofas del Eugenio Oneguin de Pushkin, empezando por la de Nabokov, que le da pie a glosar un enfoque de la traducción (el literalista) que se aleja bastante del que el autor propone. Lo mismo ocurre con un soneto de Shakespeare y con un fragmento de una novela experimental de Georges Perec.
Si hubiera que resumir en un solo enunciado el mensaje del libro de Viaggio (tarea difícil si se tiene en cuenta el aluvión de datos y argumentos que éste ofrece), habría que rebobinar hasta el principio de esta reseña y repetir que lo que el traductor hace cuando traduce es intentar lograr una identidad pertinente entre sentido intendido y sentido comprendido. A medida que se va aplicando a distintas modalidades y tipos de traducción, dicha máxima se va viendo sometida a ligeros vaivenes y matizaciones, pero en la esencia permanece inalterada. Ahora bien, habría que añadir, tal como se ha ido observando, que en la práctica la aplicación de la máxima obliga al traductor no sólo a traducir, sino a mediar de manera pertinente en la comunicación, lo cual es a la vez más y menos que traducir.
Es éste un libro ambicioso: ambicioso en sus planteamientos, en sus objetivos y en su alcance, por la inmensidad del terreno que cubre. Merece sin duda ocupar un lugar importante entre las obras de aliento teórico que jalonan la historia reciente de la traductología, y sería fructífero que aquellos estudiosos que parten de postulados distintos plantearan sus interrogantes y abrieran así una dialéctica provechosa para la disciplina. Desde mi punto de vista, sólo cabría hacerle dos objeciones. La primera es de fondo, y consiste en que ni la teoría expuesta por Viaggio ni aquella en la que se inspira principalmente (la de García Landa) me parecen tan revolucionarias como se las presenta. De hecho, más bien parecen una profundización (dotada, eso sí, de un mayor grado de formalización) en los postulados de la escuela del sentido, de la cual sin duda son deudoras. La segunda es de forma: el libro da la sensación en ocasiones de ser excesivamente prolijo, tanto por su extensión (491 páginas) como por la insistencia en algunas cuestiones, que las vuelve redundantes. Sin embargo, esta segunda objeción casi es desactivada de antemano por el propio autor, quien se justifica así en una nota a pie de página: «Entre los lectores de este y otros trabajos, a los estudiantes mi estilo coloquial les ha gustado más que a los estudiosos, que me lo han criticado con dureza (y comprensiblemente, puesto que a ellos les bastaría con un cuarto de las palabras que escribo» (p. 80). Personalmente, me cuento entre los estudiosos aludidos: si bien un cuarto de las palabras quizá serían pocas, se hubiera podido decir más o menos lo mismo con la mitad. Pero no tengo en cambio ninguna objeción al estilo coloquial, que nos hace sentir la proximidad del autor y elimina barreras innecesarias. La prosa de Viaggio es casi siempre precisa. Y el libro responde a un planteamiento de gran coherencia, arraigado en la práctica y el conocimiento directo de la profesión y cimentado en unos fundamentos teóricos claros e inequívocos.
Josep Marco
Universitat Jaume I (Castelló, España)
jmarco@trad.uji.es